La pasividad ante la corrupción implica que los ciudadanos acepten casi su inevitabilidad. Ese sentimiento se concreta en la frase “todos son iguales”, que compendia el triunfo de los corruptos. La gente se desentiende de la política y renuncia incluso a emitir un voto de castigo (la abstención o el voto en blanco no lo son), con lo que los corruptos se perpetúan. Una pésima dinámica con la que urge romper.
Del Heraldo de Aragón del día 5 de junio de 2007
“Democracia y confianza, por José Luis Castro Polo
El reguero inacabable de escándalos de corrupción hace aconsejable que el ciudadano, cuando se sitúe ante el televisor, la radio o el periódico para conocer las noticias, esté sentado... para no caerse de espaldas. Aparecen asuntos muy oscuros que no pueden estar más claros desde el sentido común, aunque no siempre deriven en la constatación jurídica de delitos. El último estrambote protagonizado por una tonadillera añade un toque de España cañí, que nunca muere y si muere resucita, lo que, junto a lo que ha venido y lo que vendrá, hace preguntarse si vivimos en un país moderno, en una democracia seria y limpia o si esto sigue siendo el patio de Monipodio de toda la vida desde tiempos de Mari Castaña y hasta el Día del Juicio Final, pasando por el latrocinio total de la dictadura.
El ejercicio de funciones públicas, en cualquier modalidad, comporta un depósito de confianza de los ciudadanos. Estos esperan que quien tiene la potestad de hacer las leyes, de ejecutarlas o de juzgar su cumplimiento actúe sin atender a consideraciones bastardas. El marco en que se mueve la responsabilidad política es el de la confianza, que se pierde no solo cuando hay pruebas concluyentes de conductas criminales conforme a la ley, sino cuando existen indicios significativos que abonan sospechas fundadas de conducta simplemente inmoral o imprudente. En términos de responsabilidad política no vale la presunción de inocencia, sino que se invierte la carga de la prueba.
Para meter a la cárcel a un político hacen falta pruebas, pero para perder la confianza en él basta con anomalías que indiquen que no hay certeza sobre su probidad. Pierre Bérégovoy se suicidó porque no supo explicar convincentemente unas extrañas circunstancias de un no menos extraño préstamo de un empresario beneficiado por el Gobierno francés que presidía. Incurrió en una conducta impropia, pero, como era un hombre con honor y sentido de la responsabilidad política, se infligió a sí mismo el más duro castigo y toda Francia lloró en su memoria. Hoy existe una Asociación dedicada a él. En España no sólo no está extendida esa dramática praxis política -ni yo quiero que exista, claro está, pero que dimitiera alguien de vez en cuando no estaría mal- en circunstancias mucho más sospechosas, sino que, con un poco de suerte, el afectado se arrebola de indignación por su honor herido. Encima de golfos, chulos. Para un delincuente, escudarse en el silencio y no dar explicaciones o hacerlo sin pies ni cabeza es una defensa, para un político es una confesión. Quien no da explicaciones convincentes ante situaciones vidriosas o anómalas y no despeja las dudas que planean sobre su actuación y merman las garantías de la confianza ciudadana es que no está en condiciones de darlas. Cuando un político crea sobre sí mismo un clima de desconfianza, cuando es posible que sea honrado pero no lo parece, debe despejar todas la dudas, aclarar todo lo aclarable y más. Y si no está en condiciones de hacerlo, debe salir de la política porque o bien es un imbécil, o un imprudente, o un inmoral, o un delincuente. En ninguno de estos cuatro casos una persona puede ocupar un cargo público. O no debería poder. Pero en este país, en el que hay quien se ha presentado a las elecciones en libertad bajo fianza y ha salido elegido, vaya usted a saber. O mejor dicho, no lo sepa, que vivirá más feliz sin saberlo. Dios mío ¿qué hemos hecho para merecer esto?”
El reguero inacabable de escándalos de corrupción hace aconsejable que el ciudadano, cuando se sitúe ante el televisor, la radio o el periódico para conocer las noticias, esté sentado... para no caerse de espaldas. Aparecen asuntos muy oscuros que no pueden estar más claros desde el sentido común, aunque no siempre deriven en la constatación jurídica de delitos. El último estrambote protagonizado por una tonadillera añade un toque de España cañí, que nunca muere y si muere resucita, lo que, junto a lo que ha venido y lo que vendrá, hace preguntarse si vivimos en un país moderno, en una democracia seria y limpia o si esto sigue siendo el patio de Monipodio de toda la vida desde tiempos de Mari Castaña y hasta el Día del Juicio Final, pasando por el latrocinio total de la dictadura.
El ejercicio de funciones públicas, en cualquier modalidad, comporta un depósito de confianza de los ciudadanos. Estos esperan que quien tiene la potestad de hacer las leyes, de ejecutarlas o de juzgar su cumplimiento actúe sin atender a consideraciones bastardas. El marco en que se mueve la responsabilidad política es el de la confianza, que se pierde no solo cuando hay pruebas concluyentes de conductas criminales conforme a la ley, sino cuando existen indicios significativos que abonan sospechas fundadas de conducta simplemente inmoral o imprudente. En términos de responsabilidad política no vale la presunción de inocencia, sino que se invierte la carga de la prueba.
Para meter a la cárcel a un político hacen falta pruebas, pero para perder la confianza en él basta con anomalías que indiquen que no hay certeza sobre su probidad. Pierre Bérégovoy se suicidó porque no supo explicar convincentemente unas extrañas circunstancias de un no menos extraño préstamo de un empresario beneficiado por el Gobierno francés que presidía. Incurrió en una conducta impropia, pero, como era un hombre con honor y sentido de la responsabilidad política, se infligió a sí mismo el más duro castigo y toda Francia lloró en su memoria. Hoy existe una Asociación dedicada a él. En España no sólo no está extendida esa dramática praxis política -ni yo quiero que exista, claro está, pero que dimitiera alguien de vez en cuando no estaría mal- en circunstancias mucho más sospechosas, sino que, con un poco de suerte, el afectado se arrebola de indignación por su honor herido. Encima de golfos, chulos. Para un delincuente, escudarse en el silencio y no dar explicaciones o hacerlo sin pies ni cabeza es una defensa, para un político es una confesión. Quien no da explicaciones convincentes ante situaciones vidriosas o anómalas y no despeja las dudas que planean sobre su actuación y merman las garantías de la confianza ciudadana es que no está en condiciones de darlas. Cuando un político crea sobre sí mismo un clima de desconfianza, cuando es posible que sea honrado pero no lo parece, debe despejar todas la dudas, aclarar todo lo aclarable y más. Y si no está en condiciones de hacerlo, debe salir de la política porque o bien es un imbécil, o un imprudente, o un inmoral, o un delincuente. En ninguno de estos cuatro casos una persona puede ocupar un cargo público. O no debería poder. Pero en este país, en el que hay quien se ha presentado a las elecciones en libertad bajo fianza y ha salido elegido, vaya usted a saber. O mejor dicho, no lo sepa, que vivirá más feliz sin saberlo. Dios mío ¿qué hemos hecho para merecer esto?”
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