Uno de los temas que más me preocupa es la evidencia de que la sociedad actual ha perdido buena parte de su espíritu crítico, su capacidad para indignarse y reaccionar ante situaciones que escandalizaban a la de hace veinticinco o treinta años. La sociedad actual es, sin duda, peor que aquella. Y es responsabilidad nuestra, de quienes nos incorporábamos a la vida adulta por aquellas fechas.
Del Heraldo de Aragón del día 5 de junio de 2007:
“Inocua corrupción, por Antonio Papell
Uno de los fenómenos más llamativos de estas pasadas elecciones, que no ha pasado ni mucho menos inadvertido para buena parte de la opinión pública, ha sido la indolencia con que el electorado ha tratado los numerosos episodios de corrupción, cuyos protagonistas no solo no han recibido reprobación alguna en la mayoría de los casos sino que, con frecuencia, han sido amorosamente arropados por sus cómplices/víctimas en las urnas.
La lista es larguísima y nos consumiría demasiado espacio detallada. En la Comunidad Valenciana, por ejemplo, alcaldes imputados judicialmente por corrupción urbanística, como los de Torrevieja y Orihuela, han conseguido mayorías absolutas. La divulgación de escándalos protagonizados por Cados Fabra, el sempiterno presidente de la Diputación de C~tellón, no ha perjudicado a su partido, el Popular, en la provincia, sino al contrario. El ex alcalde socialista de Ciempozuelos, expulsado del PSOE y también procesado, ha fundado un nuevo partido que ha conseguido relevantes apoyos... El propio alcalde de Santa Cruz de Tenerife, de Coalición Canaria, que acaba de ser confirmado con los votos del PP, está imputado por corrupción en el caso de la playa de Las Teresitas... Incluso han conservado parte de la consideración social que un día alcanzaron algunos responsables de delitos socialmente inaceptables: el alcalde del municipio coruñés de Toques, condenado en 2004 por abusos a una menor, ha encabezado la lista más votada.
Este estado de cosas constituye sin duda un fracaso de la política, y se ha debido a un uso maniqueo de la corrupción por parte de los partidos políticos. Éstos, abusando de la credulidad de las clientelas, han acusado al adversario de irregularidades y han alardeado de la propia virtud, sobre todo en aquellos casos en que la expansión urbanística irregular ha generado en el municipio sensación de prosperidad, de forma que los ciudadanos, indirectamente beneficiados, han creído oportuno disculpar a los promotores del desaguisado, que casi siempre han sido quienes se han enriquecido irregularmente de forma más inicua.
Esta pérdida de la ética colectiva es muy peligrosa y las fuerzas políticas no deberían ampararse en la generalización del problema para no abordado. De hecho, el mencionado Fabra, al conocer sus buenos resultados y tras insultar a los medios de comunicación que han denunciado sus presuntos abusos, cometió la insensatez de declarar que aquel respaldo equivalía a una "absolución". Obviamente, ello no es así, ni social ni jurídica ni políticamente. Aunque la tolerancia de los aparatos partidarios con quienes han sido judicialmente imputados -una situación procesal que reconoce "indicios racionales de criminalidad" -lleve a pensar otra cosa. De hecho, es manifiesto que las formaciones que consienten en llevar en sus listas a sospechosos de delitos se arriesgan al escándalo de una ulterior condena, lo que redundará en un mayor descrédito del sistema representativo, ya no muy sobrado de prestigio.
Esta condescendencia malsana con la delincuencia urbanística es síntoma de una relajación moral inconcebible. Porque quien se vale de una información privilegiada o de una influencia para conseguir plusvalías urbanísticas no sólo comete, como parece a veces, una inocua infracción administrativa: está también defraudando a toda la colectividad, está cometiendo un delito que lesiona los intereses de sus convecinos. No es, en definitiva, un "listo" sino un "ladrón", y en definitiva un elemento antisocial, por mucho que estos sujetos -el paradigma era Jesús Gil- alardeen demagógicamente de "crear riqueza" y de fomentar el desarrollo de su comunidad, que de otra forma permanecería inerte y paralizada.
En otros casos, los inculpados y sus valedores exhiben la presunción de inocencia para justificar su permanencia en los cargos representativos o su presencia en las listas electorales. En efecto, nadie es culpable de nada hasta que se produce una sentencia condenatoria firme. Pero los partidos tendrían la obligación de valorar el riesgo que supone presentar la candidatura de una persona que puede ser razonablemente condenada y sobre cuyos antecedentes los jueces ya han alertado en cierto modo al imputarla en un proceso penal.
En definitiva, esta lenidad con la corrupción qua ha mostrado la sociedad de este país es tan desconcertante como preocupante. y los partidos harían mal desentendiéndose del problema”.
Del Heraldo de Aragón del día 5 de junio de 2007:
“Inocua corrupción, por Antonio Papell
Uno de los fenómenos más llamativos de estas pasadas elecciones, que no ha pasado ni mucho menos inadvertido para buena parte de la opinión pública, ha sido la indolencia con que el electorado ha tratado los numerosos episodios de corrupción, cuyos protagonistas no solo no han recibido reprobación alguna en la mayoría de los casos sino que, con frecuencia, han sido amorosamente arropados por sus cómplices/víctimas en las urnas.
La lista es larguísima y nos consumiría demasiado espacio detallada. En la Comunidad Valenciana, por ejemplo, alcaldes imputados judicialmente por corrupción urbanística, como los de Torrevieja y Orihuela, han conseguido mayorías absolutas. La divulgación de escándalos protagonizados por Cados Fabra, el sempiterno presidente de la Diputación de C~tellón, no ha perjudicado a su partido, el Popular, en la provincia, sino al contrario. El ex alcalde socialista de Ciempozuelos, expulsado del PSOE y también procesado, ha fundado un nuevo partido que ha conseguido relevantes apoyos... El propio alcalde de Santa Cruz de Tenerife, de Coalición Canaria, que acaba de ser confirmado con los votos del PP, está imputado por corrupción en el caso de la playa de Las Teresitas... Incluso han conservado parte de la consideración social que un día alcanzaron algunos responsables de delitos socialmente inaceptables: el alcalde del municipio coruñés de Toques, condenado en 2004 por abusos a una menor, ha encabezado la lista más votada.
Este estado de cosas constituye sin duda un fracaso de la política, y se ha debido a un uso maniqueo de la corrupción por parte de los partidos políticos. Éstos, abusando de la credulidad de las clientelas, han acusado al adversario de irregularidades y han alardeado de la propia virtud, sobre todo en aquellos casos en que la expansión urbanística irregular ha generado en el municipio sensación de prosperidad, de forma que los ciudadanos, indirectamente beneficiados, han creído oportuno disculpar a los promotores del desaguisado, que casi siempre han sido quienes se han enriquecido irregularmente de forma más inicua.
Esta pérdida de la ética colectiva es muy peligrosa y las fuerzas políticas no deberían ampararse en la generalización del problema para no abordado. De hecho, el mencionado Fabra, al conocer sus buenos resultados y tras insultar a los medios de comunicación que han denunciado sus presuntos abusos, cometió la insensatez de declarar que aquel respaldo equivalía a una "absolución". Obviamente, ello no es así, ni social ni jurídica ni políticamente. Aunque la tolerancia de los aparatos partidarios con quienes han sido judicialmente imputados -una situación procesal que reconoce "indicios racionales de criminalidad" -lleve a pensar otra cosa. De hecho, es manifiesto que las formaciones que consienten en llevar en sus listas a sospechosos de delitos se arriesgan al escándalo de una ulterior condena, lo que redundará en un mayor descrédito del sistema representativo, ya no muy sobrado de prestigio.
Esta condescendencia malsana con la delincuencia urbanística es síntoma de una relajación moral inconcebible. Porque quien se vale de una información privilegiada o de una influencia para conseguir plusvalías urbanísticas no sólo comete, como parece a veces, una inocua infracción administrativa: está también defraudando a toda la colectividad, está cometiendo un delito que lesiona los intereses de sus convecinos. No es, en definitiva, un "listo" sino un "ladrón", y en definitiva un elemento antisocial, por mucho que estos sujetos -el paradigma era Jesús Gil- alardeen demagógicamente de "crear riqueza" y de fomentar el desarrollo de su comunidad, que de otra forma permanecería inerte y paralizada.
En otros casos, los inculpados y sus valedores exhiben la presunción de inocencia para justificar su permanencia en los cargos representativos o su presencia en las listas electorales. En efecto, nadie es culpable de nada hasta que se produce una sentencia condenatoria firme. Pero los partidos tendrían la obligación de valorar el riesgo que supone presentar la candidatura de una persona que puede ser razonablemente condenada y sobre cuyos antecedentes los jueces ya han alertado en cierto modo al imputarla en un proceso penal.
En definitiva, esta lenidad con la corrupción qua ha mostrado la sociedad de este país es tan desconcertante como preocupante. y los partidos harían mal desentendiéndose del problema”.
(Continuará)
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