El objetivo de las leyes no es crear derechos por doquier sino resolver las necesidades o los conflictos sociales planteados. Si una ley reconoce el derecho subjetivo al transporte público de los discapacitados, la voluntad de estos deberá imponerse sobre las propias limitaciones de la capacidad del servicio. Ahora bien, puede darse la paradoja de que el discapacitado cuente con un servicio público de transporte puntual y excelente, pero luego no disponga en varios meses de un quirófano, un cirujano o un anestesista que puedan operarle.
Asistimos impávidos a normas reconocedoras de infinidad de derechos, cuyo ejercicio es inviable en la práctica. La reciente Ley de Suelo proclama el derecho a la vivienda, aunque en la realidad sea un sueño imposible para millones de españoles. Nunca se han reconocido tantos derechos y nunca, como ahora, los ciudadanos se han visto tan poco reconocidos en esos derechos.
Además, la tutela judicial, última garantía del Estado de derecho, se apoya en un servicio público infradotado, sobrepasado por la carga de trabajo y sometido a módulos estajanovistas, que contribuyen a mermar la calidad de sus prestaciones. Además, ni siquiera se exige la especialización en determinadas circunstancias. Algunos jueces son adscritos a «secciones de refuerzo» en las que se ven impelidos a juzgar sobre materias que desconocen.
Si el servicio de cirugía cardiovascular de un hospital estuviera cubierto por pediatras o neumólogos sería un escándalo, pero en nuestra sociedad se sigue invocando la tutela de un juez, con independencia de su formación y especialidad.
Y todo ello se une al funcionamiento de una Administración en la que existe un vergonzoso desinterés acerca de las cuestiones de índole organizativa y en la que se produce una manipulación de los fines propios de la función pública. Estamos en presencia de una Administración que se caracteriza por la proliferación de procedimientos de incorporación provisional o interina y por la «profesionalización» del componente político local a través, entre otros factores, de su sistema retributivo y su dedicación exclusiva, con el inevitable conformismo y clientelismo que va en todo ello.
Si a esto se une la existencia de unos sistemas de provisión de puestos de trabajo que priman la «carrera política» de los funcionarios en detrimento de los criterios profesionales, llegaremos a la conclusión de que la defensa de la legalidad se va a resentir, pues los funcionarios constituyen un elemento determinante para protegerla, en muchos casos, de quienes la han impulsado y aprobado.
Asistimos, por tanto, a un cambio de papeles, en el que el político propugna su funcionarización y el funcionario aspira a ocupar puestos de naturaleza política o adjudicados con arreglo a criterios discrecionalmente políticos.
La reciente reforma legislativa de la función pública apenas va a afectar a las consecuencias de su politización y va a incrementar sus disfunciones al haberse decantado por la sindicalización, cuya primera manifestación es la consolidación del empleo temporal.
Decía hace unos años el profesor Alejandro Nieto, a quien debemos la feliz expresión que da título a este artículo, lo siguiente: «La idea de servicio se ha abandonado por completo al tiempo que se ha arrasado la profesionalización de los funcionarios. Y lo que es más grave, todo esto se ha hecho de manera deliberada. El funcionario es hoy un instrumento del poder político y lo que de él pide el Estado es su sumisión, no su eficacia. En este punto hemos vuelto en parte a los tiempos más negros del siglo XIX: la Administración Pública como botín de clientelas y la Función Pública como instrumento sumiso del poder». Amén.
Ángel Garcés Sanagustín es profesor de Derecho Administrativo de la Universidad de Zaragoza
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