Se ha dicho que el cine es el arte industrial del siglo XX (y presumiblemente de buena parte del siglo XXI). Compendia todas las demás artes y se nutre de ellas. El cine es música, poesía, fotografía, teatro...
Pues bien, Malditos bastardos es básicamente una adaptación teatral (aunque no le falten los otros ingredientes, salvo quizás poesía, que no es, creo, el fuerte de Tarantino). Al menos sus mejores escenas son puro teatro, del mejor, basadas sólo y exclusivamente en la palabra y en los silencios. Unos diálogos inteligentísimos que van incrementando con la sola fuerza de las palabras la tensión hasta hacerla casi insoportable. Hay escenas que hubieran podido ser firmadas por el mismísimo Hitchcock. Quien vaya a verla se sorprenderá incluso por el protagonismo que pueden llegar a tener un vaso de leche, una pipa de tabaco o un “strudel” con nata.
Quien busque la truculenta casquería con que se recrea Tarantino, la hallará. Pero no es ni lo más abundante ni lo más sobresaliente de una película, en la que, por estar ambientada en la Segunda Guerra Mundial, cabría esperar una sobreabundancia de sangre.
Una obra coral, donde los actores consagrados palidecen frente a interpretaciones sublimes y donde los supuestamente secundarios se alzan con el protagonismo absoluto de la película. Brad Pitt parece un novato frente a un impresionante (y para mí desconocido) Christoph Waltz, que acaba de crear un villano, Hans Landa, que se incorporará por méritos propios a la galería de los más escogidos (Hannibal Lecter, Joker o Darth Vader) y que se erige como protagonista indiscutido de la película desde la primera a la última escena.
Y no son tampoco desdeñables las interpretaciones de Diane Kruger o Mélanie Laurent.
Por cierto, Tarantino se permite hasta cambiar el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, licencias que sólo los genios pueden permitirse.
Pues bien, Malditos bastardos es básicamente una adaptación teatral (aunque no le falten los otros ingredientes, salvo quizás poesía, que no es, creo, el fuerte de Tarantino). Al menos sus mejores escenas son puro teatro, del mejor, basadas sólo y exclusivamente en la palabra y en los silencios. Unos diálogos inteligentísimos que van incrementando con la sola fuerza de las palabras la tensión hasta hacerla casi insoportable. Hay escenas que hubieran podido ser firmadas por el mismísimo Hitchcock. Quien vaya a verla se sorprenderá incluso por el protagonismo que pueden llegar a tener un vaso de leche, una pipa de tabaco o un “strudel” con nata.
Quien busque la truculenta casquería con que se recrea Tarantino, la hallará. Pero no es ni lo más abundante ni lo más sobresaliente de una película, en la que, por estar ambientada en la Segunda Guerra Mundial, cabría esperar una sobreabundancia de sangre.
Una obra coral, donde los actores consagrados palidecen frente a interpretaciones sublimes y donde los supuestamente secundarios se alzan con el protagonismo absoluto de la película. Brad Pitt parece un novato frente a un impresionante (y para mí desconocido) Christoph Waltz, que acaba de crear un villano, Hans Landa, que se incorporará por méritos propios a la galería de los más escogidos (Hannibal Lecter, Joker o Darth Vader) y que se erige como protagonista indiscutido de la película desde la primera a la última escena.
Y no son tampoco desdeñables las interpretaciones de Diane Kruger o Mélanie Laurent.
Por cierto, Tarantino se permite hasta cambiar el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, licencias que sólo los genios pueden permitirse.
Una película soberbia.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario