El deber de conocerlo es inconstitucional.
Eso es lo que dictaminó la sentencia 84/1986 del Tribunal Constitucional respecto al idioma gallego, en contra de lo que pretendía la Ley de Normalización Lingüística de la Xunta de Galicia.
Alguna vez habrá que analizar las responsabilidades históricas del Partido Popular en la deriva que han llevado los acontecimientos en estos últimos treinta años. Porque aquella ley fue presentada por Gerardo Fernández Albor (Alianza Popular), presidente gallego a la sazón, adoptando medidas, como han hecho a menudo, equivocándose, que chocan frontalmente con el ideario y principios de sus votantes, y recurrida por el gobierno de Felipe González.
Hoy nos hallamos en la tesitura contraria. El Estatuto catalán impone o pretende imponer, a falta de la sentencia del Constitucional, la obligatoriedad del aprendizaje del idioma catalán. Artículo 6, punto 2: los ciudadanos de Cataluña tienen el derecho y el deber de conocer el catalán. Curiosa redacción: ¿puede haber un derecho que a la vez sea un deber, y viceversa? De momento, esta norma está recurrida por el Defensor del Pueblo y por el PP.
Es sabido que el padre del Estatut es Zapatero. Él fue quien prometió irresponsablemente aceptar la reforma del Estatuto que propusiera el Parlamento catalán, algo imposible de cumplir, porque la propuesta era manifiestamente inconstitucional. Y él fue, junto con Artur Mas, quien redactó el nuevo texto, menos, llamémosle, agresivo, para también manifiestamente excesivo, que desborda la Constitución en muchos aspectos.
Que dos personas con notables insuficiencias jurídicas pactaran el nuevo texto en dos noches es una demostración más de la gravísima irresponsabilidad del presidente, quien juró defender la Constitución (lo que no le impide proponer su reforma dentro de los cauces establecidos), y su inanidad intelectual. El entramado jurídico de un país, nada menos que su bloque de constitucionalidad (Constitución y Estatutos), no puede decidirse de esa forma liviana e intrascendente, ni de la mano de protagonistas notoriamente incapaces e ignorantes en la materia. Un país como España no puede -no debería- estar en manos de aficionados y diletantes.
No tengo ninguna esperanza en la sentencia del Tribunal Constitucional, que temo que será una indigna traición a la Patria -y ójala me equivoque-, pero sería esperpéntico que pudiera llegar a corregirse a sí mismo avalando ahora para el catalán lo que rechazó entonces para el gallego. El marco constitucional no puede ser mudable ni sometido a las circunstancias políticas del momento.
Eso es lo que dictaminó la sentencia 84/1986 del Tribunal Constitucional respecto al idioma gallego, en contra de lo que pretendía la Ley de Normalización Lingüística de la Xunta de Galicia.
Alguna vez habrá que analizar las responsabilidades históricas del Partido Popular en la deriva que han llevado los acontecimientos en estos últimos treinta años. Porque aquella ley fue presentada por Gerardo Fernández Albor (Alianza Popular), presidente gallego a la sazón, adoptando medidas, como han hecho a menudo, equivocándose, que chocan frontalmente con el ideario y principios de sus votantes, y recurrida por el gobierno de Felipe González.
Hoy nos hallamos en la tesitura contraria. El Estatuto catalán impone o pretende imponer, a falta de la sentencia del Constitucional, la obligatoriedad del aprendizaje del idioma catalán. Artículo 6, punto 2: los ciudadanos de Cataluña tienen el derecho y el deber de conocer el catalán. Curiosa redacción: ¿puede haber un derecho que a la vez sea un deber, y viceversa? De momento, esta norma está recurrida por el Defensor del Pueblo y por el PP.
Es sabido que el padre del Estatut es Zapatero. Él fue quien prometió irresponsablemente aceptar la reforma del Estatuto que propusiera el Parlamento catalán, algo imposible de cumplir, porque la propuesta era manifiestamente inconstitucional. Y él fue, junto con Artur Mas, quien redactó el nuevo texto, menos, llamémosle, agresivo, para también manifiestamente excesivo, que desborda la Constitución en muchos aspectos.
Que dos personas con notables insuficiencias jurídicas pactaran el nuevo texto en dos noches es una demostración más de la gravísima irresponsabilidad del presidente, quien juró defender la Constitución (lo que no le impide proponer su reforma dentro de los cauces establecidos), y su inanidad intelectual. El entramado jurídico de un país, nada menos que su bloque de constitucionalidad (Constitución y Estatutos), no puede decidirse de esa forma liviana e intrascendente, ni de la mano de protagonistas notoriamente incapaces e ignorantes en la materia. Un país como España no puede -no debería- estar en manos de aficionados y diletantes.
No tengo ninguna esperanza en la sentencia del Tribunal Constitucional, que temo que será una indigna traición a la Patria -y ójala me equivoque-, pero sería esperpéntico que pudiera llegar a corregirse a sí mismo avalando ahora para el catalán lo que rechazó entonces para el gallego. El marco constitucional no puede ser mudable ni sometido a las circunstancias políticas del momento.
¿Ignoraba todo esto Zapatero cuando pactó el texto del Estatuto? ¿Y cómo, ignorándolo -si es que lo ignoraba-, se atrevió a acometer semejante tarea? No hay duda: es un iluminado. Y tonto, además.
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