miércoles, abril 21, 2010

Como el Rey Felón

El día 17 de abril de 2004, José Luis Rodríguez Zapatero prometió por primera vez su cargo de presidente del Gobierno.

"Prometo cumplir fielmente con las obligaciones del cargo de Presidente del Gobierno, con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado, así como mantener el secreto de las deliberaciones del Consejo de Ministros", fue la fórmula leída por el nuevo presidente, mientras mantenía su mano extendida sobre la mesa.

No obstante, según las crónicas, Zapatero tuvo un lapsus. O quizás, a la vista de lo que luego hemos visto y conocido de su compromiso constitucional, le traicionó el subconsciente, porque se embrolló brevemente en la lectura al llegar al pasaje de la Constitución y leyó "guardar hacer...guardar la Constitución".

No hay constancia de que en su segunda toma de posesión se volviera a equivocar. Aunque realmente, toda su primera legislatura fue una inmensa equivocación.

Pero permítanme dar ahora un gran salto atrás. Es necesario.

La Constitución de Cádiz fue aprobada por las Cortes reunidas durante la Guerra de la Independencia en aquella ciudad andaluza en el año 1812. Dentro de dos años se celebrará el bicentenario de aquella primera Constitución de vida efímera. Su aprobación tuvo lugar en ausencia del Rey, prisionero entonces de Napoleón. Es por eso que la sanción real no se produjo hasta varios años más tarde, concretamente el día 10 de marzo de 1820.


La frase más celebrada de este último texto, la jura del Rey, es “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”, puesta luego como ejemplo de una de las traiciones más significadas entre las muchas que jalonan la Historia universal.

Porque las consecuencias del reinado de aquel personaje han dejado huella en la historia de España, pues abrió un siglo de empobrecimiento e inestabilidad, revueltas y enfrentamientos, cuyas consecuencias quizás todavía perduran. Hoy no somos tan ricos ni tan desarrollados como podríamos haber llegado a ser, posiblemente como fruto del tiempo y energías dilapidados por su gobierno incapaz y su ausencia de valores. Incapacidad y ausencia de valores: ¿les suena?

Ahora es otra Constitución española, después de varios ensayos a lo largo de los dos últimos siglos, la que prometió guardar y hacer guardar Rodríguez Zapatero, salvo que haya entendido que su lapsus invalidó su promesa. Nuestra Constitución es fruto de un pacto amplio gestado durante la Transición y ya ha durado más que ninguna de sus predecesoras.

Es sabido que cualquier cambio que se proponga, amén de otras formalidades, exige una mayoría de dos tercios en el Congreso. Es decir, cualquier reforma constitucional sigue necesitando de un pacto tan amplio al menos como el que la gestó en sus orígenes. La lealtad constitucional exige por tanto lealtad al pacto, a las reglas del juego, y ese amplio acuerdo exigido de forma institucional (dos tercios) se convierte en una garantía para la convivencia. Es el “Agreement on Fundamentals” de los británicos, que nadie parecía estar dispuesto a romper. Nadie… salvo quizás Zapatero, cuyos hechos han puesto de manifiesto su íntimo desacuerdo con la Transición y con aquel lejano pacto constitucional.

Porque a Zapatero podría no gustarle la Constitución -a mí tampoco me gusta, aunque seguramente por razones muy diferentes- pero aún así, vendría obligado a respetar el pacto constituyente, no ya por convicción siguiera, sino por exigencia legal. Es el procedimiento de reforma previsto. Lo que prometió, entre otras cosas, guardar y hacer guardar: la Constitución y su procedimiento de reforma incluido.

Pero ya es más que sabido que Zapatero, irresponsablemente, ha emprendido una reforma unilateral de la Constitución mediante la reforma del Estatuto de Cataluña, objeto todavía de larguísimo y para mí incompresible debate en el Tribunal Constitucional; reforma a la que no le encuentro ningún sentido, salvo su propósito de asegurarse a perpetuidad el más provechoso granero de votos de que dispone en toda España, allí donde su diferencia con el Partido Popular es más amplia y más útil para su permanencia en el poder. Porque, ¿aparte de eso, qué gana la Nación con esa reforma? La aparición del término “nación” en el Estatuto, la obligatoriedad del catalán y la instauración de relaciones bilaterales entre Cataluña y el Estado, modifica el “Bloque de Constitucionalidad” que es el fundamento jurídico y político del régimen democrático en el que nos hemos instalado. Una reforma que, además, apenas votaron afirmativamente un tercio de los catalanes.

Pero para Zapatero sus promesas, incluso las más solemnes, tienen el mismo valor que tenían para el Rey Felón. A más solemnes, más posibilidades de incumplimiento, como la memoria acredita. Pasará por ello a la Historia, como aquel felón.
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