¿Alguien es capaz de cuantificar el incremento de la seguridad alimentaria aragonesa que puede imputarse a la puesta en marcha de nuestra Agencia de Seguridad Alimentaria? ¿Incrementa nuestra Agencia la seguridad que nos ofrece la estructura ordinaria de la DGA o las otras dos agencias de ámbito superior, comunitaria y española? Y si es cierto que la incrementa, ¿cuánto y a qué coste?
Circulan por ahí determinadas consignas socialmente aceptadas que nadie se atreve a discutir y que acaban convertidas en coartadas universales con cuya invocación puede justificarse casi todo. Una de ellas es la “seguridad alimentaria”. ¿Quién se atrevería a cuestionar su necesidad? ¿Alguien pude objetarla? Yo no, desde luego. Aunque sí creo necesario matizarla. Porque es una evidencia que ni todas las políticas ni todos los gastos pueden justificarse en su nombre. Seguridad, sí, por supuesto, y con un alto nivel de exigencia; pero como objetivo, nunca como coartada.
La Unión Europea ha acuñado un término de gran poder expresivo, pero esencialmente falso: “la máxima seguridad”. En materia alimentaria hemos de exigir y las empresas y poderes públicos han de estar en disposición de garantizar la máxima seguridad. Como principio está bien, pero sin olvidar algunas cuestiones básicas. La primera de todas, que la seguridad total no existe; que la máxima seguridad posible no es ni puede ser la seguridad total; que el riesgo, aunque éste sea mínimo, es inherente a la vida. La segunda de ellas, que cualquier incremento adicional de la seguridad tiene un coste. Y que, de acuerdo con las leyes económicas, incrementos sucesivamente menores de esa garantía ‑incrementos marginales- tienen costes mayores. Al final, un gasto desmesurado apenas nos aporta un margen mínimo de seguridad: por ejemplo, que la ingestión de un determinado aditivo durante treinta años a dosis altamente improbables no nos va a causar más daño que su ingestión durante veinte, que era lo que hasta ahora se había estudiado. Y por último, aunque sin agotar todas las consideraciones posibles, que carece de sentido incrementar esa seguridad hasta extremos paranoicos cuando la hacemos coexistir con hábitos escasamente saludables como el tabaquismo, la ingesta de alcohol, el exceso calórico, los desequilibrios dietéticos de todo tipo o el sedentarismo. O cuando ignoramos riesgos mucho más graves como las resistencias microbianas que propiciamos con el uso irresponsable de los antibióticos.
Pero a la sombra de esa consigna tan incuestionable se están implantando políticas que sí son merecedoras de serias y fundamentadas objeciones. En primer lugar, porque cabe cuestionarse si esas políticas son realmente efectivas para conseguir ese incremento de la seguridad alimentaria. Pondré un ejemplo cercano: ¿Alguien es capaz de cuantificar el incremento de la seguridad alimentaria aragonesa que puede imputarse a la puesta en marcha de nuestra Agencia de Seguridad Alimentaria? Es sabido que este órgano consultivo se solapa con la estructura ordinaria de la DGA que tiene servicios con competencias en la materia en varios Departamentos, quizás tampoco impecablemente coordinados. Y es sabido que se solapa con la Alta Autoridad Alimentaria Europea y con la Agencia de Seguridad Alimentaria Española, en cuyo ámbito de competencia territorial nos hallamos. Es decir, nuestra seguridad alimentaria también es responsabilidad de estos dos órganos. ¿Incrementa nuestra Agencia la seguridad que nos ofrece la estructura ordinaria de la DGA o estas dos agencias, comunitaria y española? Y si es cierto que la incrementa, ¿cuánto y a qué coste?
La aparición durante la década pasada de la enfermedad de las vacas locas y su variante humana ha originado un auténtico torrente de nuevas medidas basadas en ese principio de “máxima seguridad” más que en relaciones causales científicamente demostradas. Al revés, ante la imposibilidad de demostrar la inocuidad de determinados productos o prácticas productivas, aunque tampoco se haya demostrado que sean peligrosos, se han puesto en marcha medidas preventivas que están teniendo un coste inmenso. No incrementan nuestra seguridad, sino su garantía, que es un valor aún más intangible. Aunque en definitiva, ni sabemos si la incrementan ni en qué medida lo hacen. Sólo podemos medir sus costes, aunque éstos son tan elevados que incluso esto es difícil.
Hablamos aquí de políticas europeas. La evidencia de que ha podido ser el consumo de proteínas animales las que han originado la enfermedad en las vacas ha traído como consecuencia la prohibición de su uso en la alimentación animal incluso de especies omnívoras, perfectamente adaptadas para su aprovechamiento y sobre las que no recae ninguna sospecha o indicio de transmisión. Simplemente no hay evidencias que permitan descartarla. Y es extremadamente difícil que las haya. El incremento de los costes productivos es manifiesto.
Y otro tanto cabe decir con la eliminación de cadáveres de animales, que antes se enterraban en las propias explotaciones o se llevaban a muladares para la alimentación de aves carroñeras. Ahora esos restos deben transportarse -muchos ciudadanos aragoneses han sufrido la inolvidable experiencia de circular detrás de uno de esos camiones- y procesarse en plantas industriales, cuya producción de proteínas tampoco puede ser objeto de ningún aprovechamiento, ni para alimentación animal, como lo era antes, ni para ningún otro. El depósito de los cadáveres en muladares requería hasta hace poco tantos requisitos que es inviable, por ejemplo, para la eliminación del ovino. Otras medidas como la implantación de la trazabilidad de los animales de granja conllevan costes económicos y de gestión que comprometen de nuevo los márgenes empresariales e incrementan la carga burocrática, que el ganadero no está preparado para asumir. Y esos costes recaen sobre agricultores, ganaderos, consumidores y contribuyentes.
Qué duda cabe que todas esas medidas nos restan competitividad frente a terceros países. Como contrapartida, el consumidor obtiene un supuesto incremento de la seguridad alimentaria que ni se percibe, ni se puede medir y que, en definitiva, no se sabe si es ficticio o real, puesto que algunas de estas medidas no se sabe si le protegen de peligros o amenazas reales o sólo supuestos.
Hay quien conjetura que todas estas medidas son una salvaguarda del sector frente a la competencia que pudiera derivar de una apertura del mercado mundial. No todos los países están preparados para establecer semejantes medidas de control. Y sería difícilmente justificable la importación de productos a los que se exigen menores garantías sanitarias que las que exigimos a nuestros propios productores. Pero no parece que sea esa la estrategia. En las negociaciones en el seno de la Organización Mundial del Comercio nunca se han explicitado esas condiciones, o no con tanto rigor. De momento esas medidas suponen una carga progresiva para el sector agrario y ganadero, y para el contribuyente, que incrementan costes y exigencias y cuya necesidad y rentabilidad social deberíamos saber evaluar con mayor precisión. Porque, mientras tanto, con tanta exigencia, el campo se nos muere.
Circulan por ahí determinadas consignas socialmente aceptadas que nadie se atreve a discutir y que acaban convertidas en coartadas universales con cuya invocación puede justificarse casi todo. Una de ellas es la “seguridad alimentaria”. ¿Quién se atrevería a cuestionar su necesidad? ¿Alguien pude objetarla? Yo no, desde luego. Aunque sí creo necesario matizarla. Porque es una evidencia que ni todas las políticas ni todos los gastos pueden justificarse en su nombre. Seguridad, sí, por supuesto, y con un alto nivel de exigencia; pero como objetivo, nunca como coartada.
La Unión Europea ha acuñado un término de gran poder expresivo, pero esencialmente falso: “la máxima seguridad”. En materia alimentaria hemos de exigir y las empresas y poderes públicos han de estar en disposición de garantizar la máxima seguridad. Como principio está bien, pero sin olvidar algunas cuestiones básicas. La primera de todas, que la seguridad total no existe; que la máxima seguridad posible no es ni puede ser la seguridad total; que el riesgo, aunque éste sea mínimo, es inherente a la vida. La segunda de ellas, que cualquier incremento adicional de la seguridad tiene un coste. Y que, de acuerdo con las leyes económicas, incrementos sucesivamente menores de esa garantía ‑incrementos marginales- tienen costes mayores. Al final, un gasto desmesurado apenas nos aporta un margen mínimo de seguridad: por ejemplo, que la ingestión de un determinado aditivo durante treinta años a dosis altamente improbables no nos va a causar más daño que su ingestión durante veinte, que era lo que hasta ahora se había estudiado. Y por último, aunque sin agotar todas las consideraciones posibles, que carece de sentido incrementar esa seguridad hasta extremos paranoicos cuando la hacemos coexistir con hábitos escasamente saludables como el tabaquismo, la ingesta de alcohol, el exceso calórico, los desequilibrios dietéticos de todo tipo o el sedentarismo. O cuando ignoramos riesgos mucho más graves como las resistencias microbianas que propiciamos con el uso irresponsable de los antibióticos.
Pero a la sombra de esa consigna tan incuestionable se están implantando políticas que sí son merecedoras de serias y fundamentadas objeciones. En primer lugar, porque cabe cuestionarse si esas políticas son realmente efectivas para conseguir ese incremento de la seguridad alimentaria. Pondré un ejemplo cercano: ¿Alguien es capaz de cuantificar el incremento de la seguridad alimentaria aragonesa que puede imputarse a la puesta en marcha de nuestra Agencia de Seguridad Alimentaria? Es sabido que este órgano consultivo se solapa con la estructura ordinaria de la DGA que tiene servicios con competencias en la materia en varios Departamentos, quizás tampoco impecablemente coordinados. Y es sabido que se solapa con la Alta Autoridad Alimentaria Europea y con la Agencia de Seguridad Alimentaria Española, en cuyo ámbito de competencia territorial nos hallamos. Es decir, nuestra seguridad alimentaria también es responsabilidad de estos dos órganos. ¿Incrementa nuestra Agencia la seguridad que nos ofrece la estructura ordinaria de la DGA o estas dos agencias, comunitaria y española? Y si es cierto que la incrementa, ¿cuánto y a qué coste?
La aparición durante la década pasada de la enfermedad de las vacas locas y su variante humana ha originado un auténtico torrente de nuevas medidas basadas en ese principio de “máxima seguridad” más que en relaciones causales científicamente demostradas. Al revés, ante la imposibilidad de demostrar la inocuidad de determinados productos o prácticas productivas, aunque tampoco se haya demostrado que sean peligrosos, se han puesto en marcha medidas preventivas que están teniendo un coste inmenso. No incrementan nuestra seguridad, sino su garantía, que es un valor aún más intangible. Aunque en definitiva, ni sabemos si la incrementan ni en qué medida lo hacen. Sólo podemos medir sus costes, aunque éstos son tan elevados que incluso esto es difícil.
Hablamos aquí de políticas europeas. La evidencia de que ha podido ser el consumo de proteínas animales las que han originado la enfermedad en las vacas ha traído como consecuencia la prohibición de su uso en la alimentación animal incluso de especies omnívoras, perfectamente adaptadas para su aprovechamiento y sobre las que no recae ninguna sospecha o indicio de transmisión. Simplemente no hay evidencias que permitan descartarla. Y es extremadamente difícil que las haya. El incremento de los costes productivos es manifiesto.
Y otro tanto cabe decir con la eliminación de cadáveres de animales, que antes se enterraban en las propias explotaciones o se llevaban a muladares para la alimentación de aves carroñeras. Ahora esos restos deben transportarse -muchos ciudadanos aragoneses han sufrido la inolvidable experiencia de circular detrás de uno de esos camiones- y procesarse en plantas industriales, cuya producción de proteínas tampoco puede ser objeto de ningún aprovechamiento, ni para alimentación animal, como lo era antes, ni para ningún otro. El depósito de los cadáveres en muladares requería hasta hace poco tantos requisitos que es inviable, por ejemplo, para la eliminación del ovino. Otras medidas como la implantación de la trazabilidad de los animales de granja conllevan costes económicos y de gestión que comprometen de nuevo los márgenes empresariales e incrementan la carga burocrática, que el ganadero no está preparado para asumir. Y esos costes recaen sobre agricultores, ganaderos, consumidores y contribuyentes.
Qué duda cabe que todas esas medidas nos restan competitividad frente a terceros países. Como contrapartida, el consumidor obtiene un supuesto incremento de la seguridad alimentaria que ni se percibe, ni se puede medir y que, en definitiva, no se sabe si es ficticio o real, puesto que algunas de estas medidas no se sabe si le protegen de peligros o amenazas reales o sólo supuestos.
Hay quien conjetura que todas estas medidas son una salvaguarda del sector frente a la competencia que pudiera derivar de una apertura del mercado mundial. No todos los países están preparados para establecer semejantes medidas de control. Y sería difícilmente justificable la importación de productos a los que se exigen menores garantías sanitarias que las que exigimos a nuestros propios productores. Pero no parece que sea esa la estrategia. En las negociaciones en el seno de la Organización Mundial del Comercio nunca se han explicitado esas condiciones, o no con tanto rigor. De momento esas medidas suponen una carga progresiva para el sector agrario y ganadero, y para el contribuyente, que incrementan costes y exigencias y cuya necesidad y rentabilidad social deberíamos saber evaluar con mayor precisión. Porque, mientras tanto, con tanta exigencia, el campo se nos muere.
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