Rajoy está mostrando más debilidad ante los barones de su propio partido que ante Rodríguez Zapatero. Ello está sumiendo en el desconcierto a las bases de su partido y a su electorado.
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Según el presidente de mi Gobierno, yo debo ser de extrema derecha. No sé si con eso quiere decir que soy extremadamente conservador, que no soy progresista o que no soy demócrata. En cualquiera de esos casos, yerra. Soy intachablemente demócrata, soy progresista (amo el progreso y me sumo entusiasmado a todo aquello que suponga una mejora de la condición humana) y no soy en absoluto conservador. Por el contrario, me indigna la explotación del hombre por el hombre, el enriquecimiento desmedido de unos pocos basado en la pobreza de los más y las leyes injustas, la violencia, la demagogia, la arbitrariedad y la corrupción. Nuestro presidente -inmaduro y frívolamente sectario como un adolescente- debe creer que quienes discrepan de su política se regocijan ante la injusticia y la discriminación. Que quienes discrepan son -somos- de extrema derecha, vaya.
Debo decir que sí, que hubo un primer e irreflexivo momento de irritación. Tuve un impulso de indignación, y recuerdo que dije de él algo parecido a lo que Pérez Reverte desde las páginas de El Semanal le llamaba ayer, sin citarlo pero apuntando con una precisión que no requería de más explicaciones: “soplapollas”. Que no está mal para referirse a un presidente del Gobierno. Luego, apenas un par de minutos más tarde, una vez serenado el ánimo y analizado el asunto, confieso que me encogí de hombros. No sólo por la falta de rigor intelectual y talante democrático que demuestra tal imputación, sino por venir de quien viene. A estas alturas, recuerdo tal cantidad de tonterías y falacias saliendo de su boca que me desacredito ante mí mismo tomándole alguna de ellas en serio.
Pero eso mismo -que es de extrema derecha- debe pensar de Rajoy. A mí no me importa nada que lo diga de mí. ¿Le importa a Rajoy que lo diga o lo piense de él? Lo pregunto porque alguna de sus últimas actuaciones parece mostrar algún tipo de complejo al respecto. ¿Hay algún problema en que Rajoy hable sin complejos ideológicos ni, mucho menos, psicológicos del patriotismo, y más exactamente del patriotismo español como ha hecho Esperanza Aguirre? ¿Es ser de extrema derecha defender con firmeza y sin complejos unas ideas intachablemente democráticas?
Pero me temo que no es ese el problema de Rajoy. El problema de Rajoy no es Zapatero, ni el miedo a lo que pueda pensar de él. El problema de Rajoy es la falta de firmeza ante los barones de su propio partido, ante los caciques autonómicos y locales que defienden sus intereses territoriales, sus prebendas, la acumulación de competencias y transferencias de dinero que gestionar, las posibilidades de nuevas designaciones… Todos esos, que en todos los partidos, inevitablemente, comprueban que existen posibilidades de incrementar su poder y que están dispuestos a apurarlas. Quizás no sea eso lo que convenga al bien común, ni a España o a los españoles. Pero eso que sería entendible en los nacionalistas, pues lo han asumido como doctrina, también ha acabado afectando a los miembros de otros partidos, de los que cabría esperar una visión más general, y por ello mismo más generosa. La soberbia y la vanidad siguen moviendo el mundo. Y la estupidez, cuando esa política de ampliación de competencias la manifiesta quien está en la oposición. Pues Rajoy está demostrando un temor extraño, no entendible ni esperable, ante sus propios barones. Su acreditada bonhomía se está mostrando como pusilanimidad.
Su inicial discurso, lleno de sensatez, sobre la necesidad de una reforma constitucional que blindara primero las competencias del Estado, que recuperara incluso algunas indebidamente cedidas, ha dado paso a una serie de decisiones que están sumando a su electorado y a las bases de su partido en la perplejidad. ¿Era aquel discurso de extrema derecha? No, no lo era. Era simplemente sensato. Era el discurso necesario. Y si era necesario, ¿por qué se ha abandonado? ¿por su falta de entereza y valor para imponerse sobre las ambiciones mezquinas -o la estupidez- de los barones regionales de su partido? No sólo la inteligencia define a un líder, sino el valor y la firmeza, la solidez de sus principios.
Debo decir que sí, que hubo un primer e irreflexivo momento de irritación. Tuve un impulso de indignación, y recuerdo que dije de él algo parecido a lo que Pérez Reverte desde las páginas de El Semanal le llamaba ayer, sin citarlo pero apuntando con una precisión que no requería de más explicaciones: “soplapollas”. Que no está mal para referirse a un presidente del Gobierno. Luego, apenas un par de minutos más tarde, una vez serenado el ánimo y analizado el asunto, confieso que me encogí de hombros. No sólo por la falta de rigor intelectual y talante democrático que demuestra tal imputación, sino por venir de quien viene. A estas alturas, recuerdo tal cantidad de tonterías y falacias saliendo de su boca que me desacredito ante mí mismo tomándole alguna de ellas en serio.
Pero eso mismo -que es de extrema derecha- debe pensar de Rajoy. A mí no me importa nada que lo diga de mí. ¿Le importa a Rajoy que lo diga o lo piense de él? Lo pregunto porque alguna de sus últimas actuaciones parece mostrar algún tipo de complejo al respecto. ¿Hay algún problema en que Rajoy hable sin complejos ideológicos ni, mucho menos, psicológicos del patriotismo, y más exactamente del patriotismo español como ha hecho Esperanza Aguirre? ¿Es ser de extrema derecha defender con firmeza y sin complejos unas ideas intachablemente democráticas?
Pero me temo que no es ese el problema de Rajoy. El problema de Rajoy no es Zapatero, ni el miedo a lo que pueda pensar de él. El problema de Rajoy es la falta de firmeza ante los barones de su propio partido, ante los caciques autonómicos y locales que defienden sus intereses territoriales, sus prebendas, la acumulación de competencias y transferencias de dinero que gestionar, las posibilidades de nuevas designaciones… Todos esos, que en todos los partidos, inevitablemente, comprueban que existen posibilidades de incrementar su poder y que están dispuestos a apurarlas. Quizás no sea eso lo que convenga al bien común, ni a España o a los españoles. Pero eso que sería entendible en los nacionalistas, pues lo han asumido como doctrina, también ha acabado afectando a los miembros de otros partidos, de los que cabría esperar una visión más general, y por ello mismo más generosa. La soberbia y la vanidad siguen moviendo el mundo. Y la estupidez, cuando esa política de ampliación de competencias la manifiesta quien está en la oposición. Pues Rajoy está demostrando un temor extraño, no entendible ni esperable, ante sus propios barones. Su acreditada bonhomía se está mostrando como pusilanimidad.
Su inicial discurso, lleno de sensatez, sobre la necesidad de una reforma constitucional que blindara primero las competencias del Estado, que recuperara incluso algunas indebidamente cedidas, ha dado paso a una serie de decisiones que están sumando a su electorado y a las bases de su partido en la perplejidad. ¿Era aquel discurso de extrema derecha? No, no lo era. Era simplemente sensato. Era el discurso necesario. Y si era necesario, ¿por qué se ha abandonado? ¿por su falta de entereza y valor para imponerse sobre las ambiciones mezquinas -o la estupidez- de los barones regionales de su partido? No sólo la inteligencia define a un líder, sino el valor y la firmeza, la solidez de sus principios.
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