En aeroestática, no resulta fácil acordarse del lastre cuando un globo se eleva. Todo va bien y hacia arriba, ¿para qué habría de tocarse nada, si vamos perfectamente?
La cosa se complica para los que, haciendo un esfuerzo, echan un vistazo alrededor y se dan cuenta de que, curiosamente, hay otros que suben más rápidamente o ya están mucho más arriba. Si sugieren deshacerse de pesos muertos, del lastre, es difícil que se les escuche. La leche de las vacas gordas nos vuelve perezosos a levantar poltronas y a mover pesadas antigüedades, la bonanza pone sordina al sentido común.
Pero hacen ya dos años que las vacas son flacas y las espigas secas, y en lo económico, todo parece indicar que, lejos de tratarse de un breve bache como los que hemos sobrellevado en otras ocasiones, la crisis en España tiene ya el pelaje de una recesión en toda regla. Los mejores analistas firmarían si, como en la biblia, sólo se tratase de completar siete años de penurias. Con cinco millones de parados, las arcas de la S.S. se vacían de una forma dramáticamente acelerada mientras ningún sector da síntomas de poder poner un motor a la recuperación.
Diecisiete autonomías con miles de empresas públicas asociadas cuyo principal objetivo es llevárselo muerto, tiran del gasto sin que, por lo políticamente incorrecto que resulta, nadie, en la oposición ni en el gobierno, plantee una revisión del modelo autonómico actual que conlleve desandar parte de lo andado.
La balcanización del país sufre un proceso de aceleración, al darse cuenta los nacionalismos de que la riqueza de sus respectivas comunidades siempre ha estado basada en el esfuerzo de todos, y que consolidar los amplios clientelismos creados exige un mayor sometimiento y depredación de lo común.
En la izquierda, las críticas vertidas por Felipe González a la rendición sin condiciones al nacionalismo que supuso la toma del poder en el año 1996 por el PP de Aznar, son, sencillamente, historia olvidada del siglo pasado, imposibles de mencionar en una federación de partidos, cuando no directamente de intereses, que es lo que realmente no sólo el PSOE, sino toda la izquierda es hoy.
Y la verdadera derecha sin complejos en España, la de caciques de su pueblo, es la de CiU, PNV, etc. que se exhiben ahora ya sin la engorrosa etiqueta de la nación española, que les obligaría a un vulgar ejercicio de solidaridad. Mientras que jugando un día con la careta nacional, y otro con la nacionalista apenas esbozada, el PP valenciano, gallego, etc. aspiran a seguir sus pasos a golpe de Camps-cláusulas y leyes lingüísticas.
Da igual, ambos tienen muy clara su apuesta, insolidaria y rupturista, ya que a nadie se le escapa que fraccionar la unión de los individuos, dividir o federalizar a la nación española, es la mejor forma de someter, por separado, a los ciudadanos.
La sociedad española, derruidos sus sectores productivos, la construcción, la automoción, burbujas que hinchaba la gran burbuja financiera, se enfrenta a un solar industrial en el que a las todavía vigentes cesiones del mercado a los financieros del triunfo franquista, se les unen las socialistas a la unión europea, que pagará nuestro esfuerzo por incorporar a la Europa del Este invocando al fantasma de la peseta. Ni la automoción (sin marcas propias), ni la energía (deficitaria), ni el turismo degradado a ladrillazos, ni un incompetente sector agrícola, no queda nada. La competencia asiática ejecuta de forma inexorable las pocas hijuelas que quedasen en el tronco empresarial español, que nunca tuvo unas raíces profundas que el mercado real no pudiera arrancar. Mientras, el Keynesiano intento de reactivación gubernamental del plan E se demuestra tan obsoleto como inútil, tan contraproducente como breve.
Los autónomos y pequeños empresarios, que no son lo suficientemente jóvenes para emigrar o lo suficientemente mayores para jubilarse (“y que levanten España los que la han tirao”) están en la fase inicial de una reconversión industrial y social sin precedentes en la historia, que exige que se vayan a la casilla de salida, a la calle, con el agravante de un sector público que ya arrecia su ordeñado antes de que consigan, no ya volver a producir, sino saber el qué. Por lo menos tienen suerte, podrán vivir, si trabajan, mientras la cuarta parte de los parados, simplemente, no volverá a trabajar jamás.
Ya nadie con dos dedos de frente que pueda usar para sumar, ignora que salvar la situación manda soltar un pesadísimo lastre que hemos ido acumulando a lo largo de esta no ya tan joven democracia. Requiere, antes de volverle a pedir un sacrificio, racionalizar la administración, amputando, directamente, todo el tinglado superfluo que apareja el estado de las autonomías. Castigar por igual a todo el sector público es injusto, y cebarse únicamente en el perteneciente a lo que queda del estado central, porque las taifas autonómicas son los pilares de los partidos que sustentan el poder, estúpido y suicida.
Los funcionarios de los servicios públicos puros, educación, justicia, sanidad, seguridad, etc. deberán, por fin, quitarse las vendas y ataduras localistas de la cara y las manos, denunciar el derroche que tan bien conocen, y luchar por la supervivencia de toda la nación. Y en definitiva todos debemos concienciarnos, sí o sí, de que se ha pinchado el globo, de que estamos cayendo a plomo, y siguiendo la metáfora aerostática, de que la situación exige arrojar por la borda un lastre tribal que debió quedarse en el milenio pasado.
Román Lobera (rloberam@gmail.com)
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