Anteayer se cumplieron treinta y cinco años de un referéndum que fue clave en la Historia de España.
Se ha magnificado mucho el referéndum de la Constitución, pero se ha olvidado, creo que injustamente, el que lo precedió: el referéndum sobre la Ley para la Reforma Política. Y hoy, viéndolo con perspectiva casi histórica, creo que fue más importante, y acertado -al menos en lo que a mí respecta- el primero que el segundo.
El primero recogió el deseo de los ciudadanos de iniciar un proceso democratizador, que podría haberse plasmado luego con una Constitución u otra. A menudo se sacraliza ésta, como si sólo hubiera una forma de ser demócrata, y como si cuestionar cualquiera de sus preceptos fuera una señal de totalitarismo, cuando la propia Constitución incluye los mecanismos para su modificación y reforma. Y es claro que sólo disintiendo de ésta será posible abordar su reforma. Quien la abrace en su integridad, sin objeciones, ¿por qué podría desear reformarla?
En el año 1976 yo tenía ya la edad requerida entonces para votar: veintiún años. Voté en aquel referéndum afirmativamente. Y creo que acerté. Hoy, treinta y cinco años después, votaría de nuevo lo mismo.
Dos años más tarde votamos la Constitución. Y allí, sí, me equivoqué. Voté afirmativamente y, sin embargo, hoy votaría en contra. No me avergüenzo de confesarlo, ni me considero menos demócrata por ello. Yo quería un régimen democrático, pero no éste, no éste en el que ha derivado.
La Constitución española es muy mala, política y técnicamente. No es, por supuesto, la Biblia, ni un texto sagrado. Sólo es una ley y no precisamente la mejor que podríamos tener. El capítulo VIII ha sido y es, creo, el error histórico de nuestra generación. Consagra nuestra Constitución conceptos que considero absolutamente antidemocráticos, como los “derechos históricos”. Incluye términos “deslizantes”, según acertada denominación de Gabriel Cisneros, como el de “nacionalidad”. Y artículos como el 150.2 que son un auténtico sumidero por donde se puede vaciar un Estado, como está ocurriendo con el nuestro. No se sabe si define y reconoce los derechos del pueblo español o los de los pueblos de España. En definitiva, una Constitución como la nuestra, tan imperfecta, con tantos errores y contradicciones, con tantas indefiniciones, necesita una dosis extraordinaria de lealtad constitucional, que precisamente aquí, en España, le ha faltado.
En fin, me equivoqué. Lo confieso. Sólo puedo decir en mi descargo que yo era en aquel entonces muy joven y que realmente me he leído la Constitución -y la he estudiado- años después, cuando el mal ya estaba hecho y no había remedio. Pido perdón por ello a mis hijos y a todas las nuevas generaciones a las que les hemos impuesto esta Constitución que no han tenido oportunidad de votar.
No me avergüenzo de confesarlo, porque tengo derecho a decirlo sin que nadie me considere por ello antidemócrata -sólo los imbéciles lo harían- y porque en España son muchos los que rechazan la Constitución, por motivos muy diferentes de los míos -los nacionalistas, por ejemplo- y nadie pone en duda sus convicciones democráticas, aunque posiblemente sean más dudosas que las mías.
A pesar de todo, recuerdo con satisfacción aquel momento, el del referéndum para la Reforma Política, el quince de diciembre de 1975, en que voté acertadamente. Aquel día, sí.
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