Simplemente quiero manifestar mi
perplejidad ante unos hechos que me sorprenden... y me desagradan
profundamente, como, espero, a toda persona de bien.
El fenómeno de la inmigración se
ha disparado en los últimos años, desbordando en muchos casos los servicios
sociales, sanitarios y educativos españoles, y generando profundos cambios
demográficos. Pasar en tan poco tiempo de tener las tasas de inmigración más
bajas de Europa a las más altas tiene, simplemente, consecuencias. Unas consecuencias
que nadie se había molestado en prever. Y entre ellas, algunas particularmente
indeseables, como el crecimiento de la delincuencia organizada.
Últimamente me he descubierto
acertando siempre sobre la nacionalidad de determinados delincuentes. Me entero
de un delito perpetrado por una banda organizada. “Seguro que son rumanos”,
digo. Y acierto. Lo son.
En la edición impresa daban más
detalles. Los autores del robo eran, efectivamente, rumanos.
Escriban ustedes “delincuentes rumanos” en Google y les sorprenderá la cantidad de entradas que aparecen.
No niego que haya muchos rumanos
honrados y que hay miles de mujeres de esa nacionalidad desempeñando trabajos
domésticos en España y cuidando niños y ancianos. Son gente respetable.
Pero una alta proporción del
crimen organizado que asola nuestro país está protagonizado por ciudadanos de ese
origen. Observen que hoy son el colectivo extranjero más numeroso en España.
Y eso es lo que me sorprende:
Rumanía está en el otro extremo de Europa. Los rumanos han de atravesar varios
países mucho más próximos al suyo y mucho más ricos, y sin embargo vienen a
instalarse en el rincón más alejado y no precisamente el más boyante. ¿Por qué?
¿Qué condiciones y qué facilidades encuentran aquí que no encuentran por
ejemplo en Austria, Alemania o Francia, con rentas más altas que la nuestra y
mucho más trabajo?
El proceso de regularización de
las trabajadoras domésticas está demostrando, tal como he recogido en numerosas
conversaciones, su resistencia a ser inscritas en la Seguridad Social. Pierden
ayudas que están recibiendo y que en muchas ocasiones les han sido tramitadas
por trabajadores sociales, han de declarar a Hacienda…
Los recientes datos publicados demuestran que
el “turismo sanitario” nos ha costado casi mil millones de euros anuales, por ejemplo,
del que se han beneficiado fundamentalmente los familiares de los extranjeros
residentes en España. Algo que era vox populi, que nunca hubiera debido
permitirse y que sólo años después se toma la decisión de atajar.
Este tipo de cosas en el resto de Europa no
se permiten. No somos más solidarios o más progresistas. Somos, sencillamente,
más tontos que el resto. Como consecuencia, hemos de implantar el copago para
nuestros pensionistas porque no hay recursos suficientes.
Las singularidades del ordenamiento jurídico
español no suelen ser innovaciones de éxito, sino anomalías que deben
corregirse.
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1 comentario:
Oroel no somos tontos -es demasiado benévolo el término- somos, o son , o han sido, una panda de descerebrados con ribetes de auténticos chorizos. Esta es una de sus contribuciones al bienestar de todos.
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