El Inca Garcilaso de la Vega, hijo de un capitán español y de una princesa inca, no sólo fue un escritor notable, el precursor de la literatura hispanoamericana, sino un concienzudo historiador.
A pesar de ser más conocido por su obra cumbre, los Comentarios Reales de los Incas, sobre la historia del Perú, también es destacable su otra gran obra de contenido histórico: la Historia del adelantado Hernando de Soto, más conocido como La Florida del Inca y que retrata de forma magistral el carácter indómito de los indios norteamericanos y el espíritu guerrero de los españoles.
A lo largo de la obra se hacen continuas menciones a las fuentes en que se basa, fundamentalmente las relaciones de Alonso de Carmona y Juan Coles, soldados de la hueste de Hernando de Soto, y que le sirvieron para completar la narración del anciano conquistador Gonzalo Silvestre a la muerte de éste. Todo ello hace pensar que lo que cuenta es veraz y contrastado, porque además se esfuerza en documentarlo, lo que a mi juicio le otorga más interés a la narración.
A la expedición de Hernando de Soto ya me he referido varias veces en este blog:
Siempre me ha intrigado la desventurada vida de Rodrigo Rangel (bueno para nada, enfermo de sífilis y a quien ya Hernán Cortés, según cuenta Díaz del Castillo, tuvo a bien enviarlo allá donde muriese) quien aparece luego, años más tarde, como secretario personal de Hernando de Soto y cronista de su desventurado viaje. Era un tipo especializado en sobrevivir, sin duda.
Particularmente dramáticas son las narraciones de las peripecias de Juan Ortiz, nuestro John Smith español, salvado después de atroces tormentos por la intercesión de la hija del cacique local, rescatado tras diez años de cautiverio por Hernando de Soto y a quien acompañó luego en calidad de intérprete, las asechanzas de los indios apalaches y las terribles batallas de Mauvila (en las proximidades de la actual Mobile) y Chicaza, junto al que llamaron, con razón, Río Grande, el Misisipi, y el fuerte de Alíbamo. Un fuerte, éste último, construido por los indios con estacas y troncos de árboles, al modo que luego hemos visto en el cine, cuando atribuíamos su invención erróneamente al ejército americano, pues ya los empleaban los indios trescientos años antes.
Las diferencias de armamento otorgaban una gran ventaja a los españoles, especialmente en los enfrentamientos en campo abierto, donde la superioridad del caballo era indudable, y en batallas con grandes contingentes de combatientes. Sin embargo en escaramuzas aisladas los indios, como supieron aprovechar de modo insuperable los apalaches, tenían todas las de ganar. Los españoles descubrieron con espanto la macabra costumbre de los indios de arrancar el cuero cabelludo de sus víctimas, que colgaban luego como trofeo en sus arcos.
En toda la crónica del Inca Garcilaso se pondera la maestría de los indios en el manejo del arco, abundando en detalles sobre la calidad de las puntas, de pedernal, de hueso, de conchas..., y que los mismos españoles estudiaron con detenimiento, haciendo pruebas sobre las cotas de malla, que resultaron lastimosamente ineficaces, o practicando autopsias sobre los caballos, donde comprobaron la fuerza y profundidad temible a la entraban las flechas. A juzgar por el uso que daban a los arcos, con los que atacaban a bastonazos cuando se acababan las flechas, éstos debían ser notablemente grandes y recios, en nada parecidos a los que estamos acostumbrados a ver en las películas del Oeste.
Pero todas las batallas se saldaron con victorias abrumadoras de los españoles, con diferencias de bajas entre un bando y otro de más de veinte por uno, aunque en la de Mauvila el Inca Garcilaso habla de ochenta bajas españolas y más de diez mil por parte de los indios, muchos de ellos abrasados en el incendio de la población. No obstante, tras cada una de esas batallas las fuerzas de los españoles menguaban dramáticamente, con gran cantidad de heridos y pérdidas de caballos (que eran uno de los objetivos prioritarios de los indios), suministros y material. Una gran ventaja procedía de las armas defensivas de los castellanos, armaduras, cascos y rodelas, frente a las que las flechas y mazas con incrustaciones de pedernal perdían gran parte de su eficacia, mientras que los indios, que luchaban sin protección, eran totalmente vulnerables frente a espadas y lanzas.
Hay un pasaje que demuestra la superioridad de las armas españolas, la destreza de los indios con las suyas y el acentuado sentido del honor y valor de los contendientes.
Tras la batalla del fuerte de Alíabamo, que se encontraba junto a la escarpada orilla de un río, unido con el otro lado con un sumario puente colgante, y una vez ocupado el fuerte por los castellanos, los indios supervivientes se reagruparon al otro lado del río, que era como un gran barranco según la descripción.
Un indio de los que se habían escapado, viéndose fuera de aprieto, deseando mostrar la destreza que en su arco y flechas tenía, se apartó de los suyos y dio voces a los castellanos dándoles a entender por señas y algunas palabras que se apartase un ballestero de ellos en desafío singular y se tirasen sendos tiros a ver cuál de ellos era mejor tirador. Uno de los nuestros, que había nombre Juan de Salinas, hidalgo montañés, salió muy a prisa de entre los españoles (los cuales, por asegurarse de las flechas, se habían puesto al reparo de unos árboles que tenían por delante), y fue el río abajo a ponerse en derecho de donde estaba el indio, y, aunque uno de sus compañeros le dio voces que esperase que quería ir con él a hacerle escudo con una rodela, no quiso, diciendo que pues su enemigo no traía ventajas para sí no quería llevarlas contra él. Y luego puso una jara en su ballesta y apuntó al indio para le tirar, el cual hizo lo mismo con su arco, habiendo escogido una flecha de las de su carcaj.
Ambos soltaron los tiros a un mismo tiempo. El montañés dio al indio por medio de los pechos, de manera que fue a caer, mas antes que llegase al suelo llegaron los suyos a socorrerle y se lo llevaron en brazos más muerto que vivo, porque llevaba toda la jara metida por los pechos. El indio acertó al español por el pescuezo, en derecho del oído izquierdo, que por hacer buena puntería el enemigo y también por darle el lado del cuerpo, que tiene menos través que la delantera, había estado ladeado al tirar de la ballesta, y le atravesó la flecha por la cerviz, echándole tanto de una parte como de otra, y así la trajo atravesada y volvió a los suyos muy contento del tiro que había hecho en su enemigo. Los indios (aunque pudieron) no quisieron tirar a Juan de Salinas, porque el desafío había sido uno a uno.
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No sé si será por mi falta de documentación, pero parece sorprendente que las últimas crónicas en español (al menos las que yo he sabido encontrar), procedan de finales del siglo XVI, mientras que puede hallarse abundante documentación en inglés.
Toda la expedición o algunas partes especialmente dramáticas de ella darían material para escribir guiones de películas muchísimo más apasionantes que otras escaramuzas menores como la de OK Corral inmortalizadas por el cine. Fíjense qué duelo más extraordinario el que narra el Inca Garcilaso. Nada que ver con esa escena ya tan manida del duelo entre cowboys armados con sus clásicos revólveres.
No me negarán que las escenas de los españoles armados con arcabuces, ballestas, espadas y armaduras enfrentándose a los indios resultarían insólitas a nuestros ojos. Y sin embargo ocurrieron. Toda una epopeya absolutamente desconocida para el gran público.
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