Las hipotecas nuclear (o energética), la educativa, la ruptura del consenso sobre el modelo de Estado (sin ningún proyecto alternativo, salvo la desmembración de España a manos de los nacionalistas y caciques autonómicos) y la claudicación ante el terrorismo son los legados socialistas que habrán de pagar las generaciones futuras. El socialismo le está resultando muy caro a España.
Cuando los historiadores analicen estos treinta años de democracia podrán caracterizar la contribución socialista por las cuatro grandes hipotecas que vamos a legar a las próximas generaciones, y que aún tocará sufrir -y comenzar a pagar- a la actual. Las dos primeras arrancan del felipismo y son consecuencia de los dogmas ideológicos de la peculiar izquierda española. Y las otras dos son las que está fraguando ahora mismo el actual gobierno, las más importantes por su proyección de futuro de entre todas sus decisiones, aunque quizás es pronto para aventurar los efectos de todas las demás.
La hipoteca nuclear fue planteada por Felipe González, quien, junto con Solana y algún otro, está proponiendo ahora su reconsideración. Sabido es que en Francia han apostado a fondo por este tipo de energía y ni la derecha ni la izquierda se la cuestionan, no al menos ideológicamente. Por una razón, porque la energía no tiene ideología. Fruto de la moratoria nuclear es nuestra factura energética, más cara que la de otros países, que está limitando, en una forma que yo no sé medir, nuestras posibilidades de desarrollo. ¿Cuál hubiera sido éste con una energía más barata y abundante? Y la otra consecuencia es nuestra dependencia exterior, que supone una gran debilidad estratégica de nuestro sistema productivo. Tanto el coste de la energía como nuestra dependencia exterior de unos pocos proveedores de gas y petróleo es algo que las generaciones futuras habrán de afrontar, porque no lo hicimos nosotros. O porque lo hicimos mal.
La hipoteca educativa es consecuencia de esos otros dogmas ideológicos, en este caso del igualitarismo mal entendido y peor aplicado, que nos ha llevado a otorgar a las élites intelectuales la misma consideración que a las élites económicas. Trasladar una especie de lucha de clases al campo de la formación ha llevado a la disminución de los niveles de exigencia para otorgar a todos los alumnos las mismas oportunidades académicas. Obsérvese el tradicional recelo de la izquierda ante la educación privada, a pesar de que supone un ahorro al Estado y una aportación a la libertad de las familias que nunca reconocerán. Todo ello aderezado con otras aportaciones teóricas, como la del buenismo roussoniano, la educación en valores (no “de”, sino en valores), la eliminación de todo atisbo de competencia y el abandono de la disciplina, el esfuerzo y la responsabilidad como valores (éstos sí) imprescindibles en el aprendizaje y útiles para la vida adulta. La universidad se ha convertido en un bien de consumo masivo, con un lamentable nivel de formación y fábrica de titulados que el mercado laboral no demanda.
No son pocas las voces que se plantean si toda esa política educativa no responde al propósito de adocenar a estas jóvenes generaciones, para convertirlas en súbditos antes que en ciudadanos. La falta de reivindicación ante el tema de la vivienda, que concentra a unos pocos centenares de jóvenes, frente a los masivos botellones que se celebran pocas horas más tarde, abonaría esas tesis. Sorprende que frente a la experiencia de otros países y los informes de organismos internacionales que señalan repetidamente nuestros pobres resultados académicos se persevere en el error, manteniendo un sistema claramente fracasado.
Las restantes hipotecas son más recientes y objeto de abundante polémica. Una de ellas es esta Segunda Transición sin consenso, a diferencia de la primera, de la que tampoco se tiene muy claro el modelo final que se pretende. Quizás sean los nacionalismos periféricos los únicos que tienen claro el modelo. Zapatero en esto no tiene modelo, pero sí un objetivo: aislar permanentemente a la derecha, al modo en que se pretendió durante la Segunda República. La ruptura de todos los elementos de integración nacional va a tener consecuencias muy graves sobre el futuro, por dos razones, porque rompen una construcción de siglos sin saber si la estructura resultante será mejor o ni siquiera viable, y porque camina claramente a contracorriente de la Historia.
Y la última, de efectos aún menos previsibles, pero que supongo nefastos, es la claudicación ante ETA. No sé qué concesiones políticas se van a hacer finalmente a cambio del cese de la violencia, algo que nunca debiera ser objeto de transacción, pero el hecho supone un abandono de principios y una quiebra de los valores democráticos y sociales más elementales. Y ninguna gran Nación ni ningún proyecto común se ha construido sobre la ignominia.
Es pronto para saber si los cambios demográficos que la inmigración descontrolada va a provocar supondrán una hipoteca o una oportunidad. De momento, las cuatro que he señalado no aportan ninguna oportunidad. En el caso de la última, una paz obtenida al precio de la rendición no es otra cosa que la oportunidad perdida de la victoria de los buenos sobre los malos. Pero a la vista del legado que van a dejar, los historiadores concluirán sin duda que el socialismo de estos treinta años nos ha costado muy caro a los españoles. A los de ahora y a los del futuro.